A veces el hospital me regala escenas impagables, de esas que, aunque en realidad desearía que no se dieran –por todo el drama que encierran— al mismo tiempo insuflan vida a mi corazón, hacen que algo dentro de mí palpite con más fuerza: dos niñas y un niño vestidos con el uniforme escolar y flanqueados por dos mujeres se plantan en la acera que está frente al edificio de hospitalización. El tiempo está desapacible, es casi la hora de la salida, no paran de pasar coches. Los cinco, ajenos a todo esto, mueven sus manitas. ¿A quién saludan?
Tardé unos pocos segundos en deducirlo. Sus miradas, sus cuerpos, todo su ser y las sonrisas que se adivinaban tras la mascarilla debían tener como receptor a alguien ingresado en el hospital. ¿El padre, la abuela, la tía, el primo? Quién sabe. Alguien importante para ellos, eso es seguro, porque estuvieron nada menos que diez minutos en un diálogo que tenía que salvar el edificio y una calle bien ancha. Sin embargo, visto desde el privilegiado mirador de mi ventana, en ese momento no había distancia ni obstáculos entre ellos.
Me imagino al hombre, a la mujer, feliz porque por fin le alcanzaron las fuerzas para acudir a la sala de estar de pacientes, donde un hermoso ventanal conecta el espacio de dentro con el de fuera, y desde donde hoy ha podido tenido recibir una singular visita. Habrá hablado mil veces con los suyos, algunas por videoconferencia para verse las caras, estará al tanto de las visitas del Ratoncito Pérez y de los avances en el colegio. Pero nada como la presencia en carne y hueso, aunque sea a cincuenta metros de distancia, a distintas alturas y con un cristal de por medio.
Me imagino cada movimiento de manos, cada brinquito al borde de la acera como una palabra de ánimo, un abrazo, un beso, una caricia en la cara, una lágrima contenida, un estallido de alegría, un “cuánto han crecido los niños”, un “te echo de menos”, un “ojalá esto pase pronto”. Una de las mujeres no paraba de chatear por el móvil, así que me imagino un diálogo a muchas voces, las que se escribieron, las que se pronunciaron y las que se dibujaron en el aire y que, seguro, llegaron a su destino.
Puestos a imaginar, me imagino cuánto les costó ese último saludo en forma de adiós, de hasta luego. A mí también me fue difícil verlos partir, como si su marcha hiciera aún más evidente el hueco que se ha instalado en nuestras vidas, hecho de todo eso que no puede ser, como algo tan sencillo y a la vez tan reparador como recibir el calor de los tuyos en los momentos difíciles (y cuando digo calor digo el de la piel, aunque no nos toquemos); hecho de todo lo que no se puede hacer, como acompañar a un familiar cuando está enfermo; hecho, en fin, de tantas pérdidas tangibles e intangibles.
Me dieron ganas de decirles que se quedaran otro rato, que miraran más arriba, más abajo, a la derecha, a la izquierda, y que fueran moviendo las manos para ser, por un momento, las familias de otros pacientes deseosos de recibir ese regalo.
(El título lo tomo prestado de un poema Mario Benedetti. Me imagino a los niños tirando piedritas en la ventana…).
(Hoy la música la pongo yo).
https://youtu.be/2wH38HX4k74
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