Página en blanco (algunas ideas para emborronarla)

Página en blanco (algunas ideas para emborronarla)

Una página en blanco puede ser una oportunidad, una pesadilla, una invitación, una provocación, un desafío. Desde luego, nunca te deja indiferente. Ahí está, incólume, virgen, abierta a lo que venga, que puede ser cualquier cosa o nada. Y es esa nada lo que hace que la página en blanco pueda parecer, a nuestros ojos, un nubarrón en el cielo, uno que anuncia tormenta, la tormenta que, si la página se mantiene virginal durante mucho tiempo, nos embarca en un viaje agónico en busca del tesoro perdido, de una buena pesca, de un pieza de oro en el fondo del río.

Cuando eso pasa, cuando la página en blanco nos lanza a una búsqueda que se torna estéril, es el momento de decir basta y ponerse a mirar en Internet lámparas para el salón. O de hacer ese merecido descanso que siempre queda postergado por si en ese momento vienen las musas. O de llamar por teléfono a la madre. O de fregar, mi recurso preferido cuando las ideas me rehúyen. Y no porque me guste demasiado ni porque lo practique mucho. De hecho, creo que es por esa razón (para eso se inventaron los lavaplatos y las personas con gusto por el fregoteo) por la que, cuando contemplo cómo el agua sale por el grifo y choca con el plato, se me desatasca el cerebro y comienzan a fluir. Así, mientras hago algo útil para la convivencia, la nube se va despejando y brotan palabras que se ensamblan en mi cabecita hasta formar frases completas e incluso párrafos que, si no me apuro y me seco las manos, corren el riesgo de salir volando. Es momento entonces de volver a la pantalla, a la hoja en blanco, para empezar a volcar en su sitio natural todo lo que emergió a la vera del fregadero.

Si este sistema no funciona, o si lo de fregar lo haces todos los días, hay muchas otras opciones. Todo menos declararse incompetente.

Está la opción de empezar por el final, o por en medio, y luego ya vendrá ese ansiado principio que no nos deja dormir.

Está la opción de decir lo que quieres decir en voz alta, tal como se lo explicarías a una buena amiga. Muchas veces, solo con pronunciar las palabras es mucho más fácil ordenarlas en el papel.

Está la opción de escribir palabras sueltas, una detrás de la otra, una debajo de la otra, da igual, la cuestión es que salgan. Y si no salen las que esperábamos, siempre es mejor dar rienda suelta a las que se nos aparecen, aunque no tengan nada que ver, aunque a nuestros ojos sean un disparate. Porque a veces estas palabras son un tapón, están ahí, apretadas, a la espera de ser expresadas, descorchadas, necesitan salir de alguna manera; si les hacemos un poco de caso, si las liberamos, detrás de ellas es casi seguro que vendrán las otras.

Yo tuve una época en la que, pese a mi natural verborrea, me sentaba frente al ordenador y no pasaba nada. Nada de lo que quería que pasara. Entonces decidí hacer un ejercicio que me ayudó mucho con ese tapón. Cada mañana, cuando todavía andaba medio dormida, cogía un folio en blanco y un bolígrafo y escribía de un tirón, con esa letra que no entiendo ni yo, todo lo que se me pasaba por la cabeza: el sonido de los coches al pasar bajo la ventana, la mosca que no me deja en paz, cómo me pica esta camisa, ay, qué sueño tengo, se me está acabando la tinta del bolígrafo, ahora me comería un flan. Y a base de emborronar páginas con disparates varios, se fue obrando el milagro.

(Música para hallar las palabras perdidas, una recomedación de Manolo Benítez).

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