Día 11. Si Marie Kondo entrara en la habitación donde en estos momentos escribo, podrían pasar dos cosas: o le da un ataque al corazón, algo poco recomendable en la era del coronavirus, o un ataque de orden y me tira la mitad de los libros, los discos, los papeles, los trastos varios y la ropa a la basura.
Si he entendido bien su método, primero me haría un riguroso interrogatorio acerca del tiempo que llevo sin leer El amor en los tiempos del cólera (pues señora, justo esa me la he leído una cuantas veces, es que soy una sentimental); o indagaría, a través del estudio de mis huellas digitales, sobre cuándo fue la última vez que puse el cd doble de Elis Regina (a ver, hace mucho que no lo saco de la torre de Ikea, pero ya la digo, soy una romántica, me encanta poder tocar los objetos, y además, imagínese que colapsa la red).
Pasaríamos, la Marie y yo, varios días negociando con el armario, donde aguardan prendas que me resisto a regalar, no tanto porque me las vaya a poner (que nunca se sabe), sino porque, cada vez que me tropiezo con ellas, vuelven a mí, como por arte de magia, imágenes de lo vivido y hasta de lo sentido cuando las tuve sobre mi piel.
Una camisa blanca que compré en la feria de artesanía de Ingenio, con pez a modo de botón. Amarillea ya, igual que una blusa que heredé de mi madre. Esas dos las tengo desde hace varios años en el departamento de «para estar por aquí o salir por el barrio», aunque la realidad es que tienen tanta calle como la que tengo yo en los últimos días.
Varias prendas que, por razones de la edad y las hormonas, ya no me pongo: las camisas de cuello cerrado, por aquello de los calores; los pantalones que me aprietan, con la esperanza puesta en que, como el estado de alarma y la cuarentena, esta época de transición personal también pasará y podré volver a lucirlos en mi hermoso cuerpo de cincuentona.
Al fondo del ropero, para que la “japonesa de rostro amigable” (cita de un artículo de Europa Press) no la encuentre, una chaqueta azul que heredé de mi marío, Grande, cálida, amorosa, como él.
Lo cierto es que me da una pereza tremenda ponerme a revisar cada pieza de esta habitación, y más ahora que me he reencontrado con la escritura. Pero también: ya hemos perdido la calle, los abrazos piel con piel, incluso las riñas y roces en vivo y en directo, por no hablar de otras pérdidas mayores. Suficiente. Por muchas semanas que esté aquí confinada, no tengo el ánimo como para tirar mis objetos más preciados con el argumento de que ya no les doy uso. Es más, creo que ahora han cobrado una segunda o incluso una tercera vida.
Ellos hablan de mí, de mis gustos, de mi historia. Ellos me regalan otras tramas, otros sonidos, melodías para pasar el día. Ellos me recuerdan el olor de la calle, el rumor de la playa, el sabor del pescado fresco, las papas fritas y la cervecita fría. Ellos, desde lo más alto de la estantería y el rincón más oscuro del ropero, también me hacen compañía.
(La música la sirve Manolo Benítez).
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