Días 6. Cierro los ojos. Vuelvo a la terraza de la casa mi abuela, donde pasé una gran parte de mi infancia y mi adolescencia. A donde volvía –ya independizada- cada vez que necesitaba sentir la seguridad del hogar. Me sentaba en una de las mecedoras, me tomaba un té y escuchaba las conversaciones sin prestar mucha atención, mientras notaba cómo me apaciguaba esa escena de sándwiches de jamón y queso, quequi de caramelo, lectura del Hola y cháchara de la visita de turno.
Cierro los ojos. Estoy en un rinconcito del Cortijo de Pavón. Disfruto de la brisa suave, del olor a fresco, de la sensación de placidez que me produce el contacto de mi espalda con el tronco de un árbol que quién sabe el tiempo que lleva oteando el horizonte. Aquí vuelvo, de visita o en viaje imaginario, cada vez que necesito un poco de calma.
Cierro los ojos. Oigo el rumor de las olas, que se entremezcla con el silencio de la playa en una de esas mañanas en las que solo estamos el mar, la arena y yo.
Todos tenemos un lugar donde volver, un lugar que evocamos con la sonrisa en los labios, un lugar que podemos ver con solo cerrar los ojos y respirar profundo. A veces, incluso, con los ojos abiertos.
La familia, los amigos, un buen libro. La esterilla, el sillón, una canción. El olor que llega de la cocina a bizcocho de limón recién hecho.
Cierro los ojos. Estoy en mi casa, tumbada en el sillón. Ese que heredé de mi madre, que heredó de mi otra abuela y que llegó a mi pequeño piso como elefante en una cacharrería. Sobre él brinqué con mis hermanas de pequeña; en él pasé una adolescencia de lectora voraz; en él dormí, y sigo durmiendo, las mejores siestas. El sillón y la mantita ajada -que es como el muñeco ese que arrastras hasta que tu madre te lo tira a la basura cuando estás mirando para otro lado- me abrazan ahora, como entonces, con todo su calor y su sabiduría.
Selección musical de Manolo Benítez, que desde hoy pondrá música a mis escritos.
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