Mi rumba y yo

Mi rumba y yo

Día 2. Querida mía: A punto estuviste de acabar en el punto de reciclaje del Batán o en una de esas aplicaciones para vender trastos que ya no usas, cuando vino esta crisis para concederte el indulto. Sí, lo confieso, hace ya algún tiempo que empecé a mirarte más como un arretranco al que tengo que desenchufar cada vez que pongo la plancha que como ese maravilloso robot que llegó a mi vida para que los pelos de mi querida Susi no acabaran hasta en la sopa. Al principio miraba entusiasmada cómo ibas de aquí para allá, como un pato mareado, chocándote con todos y con todo, pero el furor solo me duró un tiempo, y finalmente quedaste arrinconada en el vestidor.

Hoy, rumba mía, mientras yo aplicaba con más o menos pericia las recomendaciones sobre cómo limpiar el pomo de las puertas que he leído en innumerables páginas web (ay, no me quiero imaginar lo que me saldrá ahora en esa publicidad que de pronto brota en lo más interesante de la noticia), tú te afanabas en la alfombra. Mientras yo trataba de limpiar el ordenador sin electrocutarme, tú ronroneabas desde el otro lado de la casa, como diciéndome: ves, Charo, lo importante que es este trabajo.

Yo asentía, botella de lejía en mano, y te daba las gracias por esperarme. Porque a estas alturas, según el manual de instrucciones y tal que como yo te he tratado, deberías estar en el cielo de los electrodomésticos, o reconvertida en otro aparato, que es lo más parecido a la reencarnación en tu sector. Pero ahí estabas esta mañana, dándolo todo.

Y yo, balleta en mano, te decía a cada rato: gracias por no haberte tomado a mal tu confinamiento junto al deshumidificador, por ser mi aliada y compañera en este trance.

Y yo, agotada, me decía a cada rato: qué suerte la mía, que cuento desde hace años con unas personas que se ocupan de este trabajo. Que cada semana ponen orden y limpieza en la leonera que es esta casa. Para ellos, rumba mía, no hay palabras suficientes para darles las gracias.

 

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