Día 1. Me estaba comiendo una galletas riquísimas del Lidl —un instante de disfrute en medio de una mañana un tanto angustiosa—, cuando, sin poder remediarlo, se me coló un pensamiento sobre si los reponedores de mercancías se ponen guantes, si este paquete se puso en la estantería cuando el bicho ya andaba pululando por ahí, si debía volver a lavarme las manos porque me había rozado ligeramente con… ¿Por dónde iba? Sí, el pensamiento paranoico se fue por un segundo, me dieron ganas de invitar a mi vecina porque están tan buenas las galletas, pero luego vi sus manos introduciéndose en el paquete, me di cuenta de que eso ya no era posible, volví a mi idea a de lavarme las manos… Y de pronto me vi, con 14 años, chascando el trozo de bocadillo de jamón y queso, tan rico, que Hilda, una compañera del colegio, acababa de ofrecerme. Cada día esperaba la llegada de sus palabras mágicas: «¿quieres?». Y cada día me comía un trozo. Había quien lo partía con la mano, pero ella no, ella dejaba que hincaras tus dientes en ese rico manjar.
Visto en la distancia, no es que su bocadillo tuviera nada especial, eso sí, era más apetecible que esos panes oscuros, con una textura tan aggg (no sé cómo explicar lo que me parecía entonces), rellenos de cosas insólitas como pepinillos con mortadela o jamón con lechuga y mostaza. Como dice la canción, ¡cómo hemos cambiado! A mis 14, 15, 16 años no podía entender las costumbres alimenticias de los alemanes, pero con el tiempo, y la ausencia de Hilda en mi clase, no me quedó más remedio que adaptarme a los sabores del desayuno de Steffi, recién llegada de Baviera. Así que pasé de mordisquear bocadillos de jamón y queso —quién pillara uno ahora…— a mordisquear «emparedados» de lo que fuera; me daba igual, la cuestión era comer, y sobre todo —por eso, creo yo, me vino la imagen a la cabeza— compartir la comida.
Compartir es un verbo que en estos días se conjuga de lejos. Lo del paquete de galletas que vas ofreciendo aquí y allá —de pasas y semillas, por si a alguien le dan ganas— ha pasado a estar en el capítulo de las fantasías. No digamos las papas fritas, pipas, golosinas, bombones, manises, almendras, nueces, dátiles, pasas, queques y demás chucherías que, al cabo de una jornada laboral, te pueden llegar a ofrecer en un lugar de trabajo como el mío. Todavía me acuerdo de la quesadilla que me zampé hace un par de semanas. Cosas del pasado, como los bocadillos de Hilda y los emparedados de Steffi.
Compartir es un verbo que ahora se conjuga con la mirada, con las palabras, esas que llegan por mil caminos virtuales o por el más simple de los teléfonos. Con las canciones, con las clases on-line, con los libros, con las fotos —como la de Mari Carmen que ilustra este texto—, con las ocurrencias de personas que no conozco y que logran sacarme una sonrisa o una carcajada.
Compartir, de las infinitas maneras que se nos ocurra hacerlo, es lo que me ayuda en estos momentos a bajar el índice de mi paranoia hasta dejarlo en unos parámetros razonables. Lo que me coloca los pies en la tierra y el corazón en red con otros corazones.
Para el bocadillo ya habrá tiempo.
(Para andar amarraditos, también, espero. La música, un año después, la pone Manolo Benítez. Tan acertado como siempre).
Vaya. Coño. Joder. Echo de menos a mi perrita. Hoy volvió a salir el sol. Me olvidé del paraguas y el periódico anuncia lluvias, aunque también calima, así que quién […]
Sigue leyendoElla se lo tomó primero como una gran aventura pero después, cuando fueron pasando los meses, fue creciendo la incertidumbre. Ella, que había sido creada para tener una vida sedentaria, […]
Sigue leyendoHoy es un día para recordar a los que se fueron. El primero, mi padre, cuando yo apenas tenía 12 años. Es una edad extraña, lo entiendes todo y no […]
Sigue leyendo