Iba a escribir el frescor, el fresquito, la brisa, el suave y persistente alisio o la imprevisible Bárbara de estos últimos días… qué sé yo, pero de pronto me di cuenta de que en realidad, al precio al que se cotiza algo tan simple, ya me da igual si viene cargado de lluvia o de tierra del desierto, el asunto es poder sentirlo, sentir el aire en la cara sin ser, parecer o sentirme una delincuente.
Algo que, a día de hoy, solo puedo hacer en mi casa, mediante el sistema de abrir de par en par las ventanas; sentadita en mi toalla de playa, sin hacer muchos aspavientos no sea que pase a la categoría de desplazamiento; o en medio del mar, el espacio público que, hasta la fecha, más puntos tiene en cuanto a libertad de movimiento sin tapabocas se refiere, y al que hay que añadir el aliciente del chapoteo en el agua salada. He obviado expresamente las terrazas, porque a poco que no estés lidiando con algo sólido o líquido, el camarero, tu acompañante, la autoridad pertinente, el subconsciente o la mirada breve pero intensa de alguna persona cercana o lejana —que de todo hay en la viña del Señor— te recuerdan que no estás en el paraíso. Ya no.
Ahora el paraíso es poder cerrar los ojos y percibir con nitidez el gozo sin límites —o mejor dicho, con límites— que supone el hasta hace poco insignificante hecho de que la piel de mi rostro esté en contacto directo con el aire. Sentir el frío, el calor, la humedad, el sol calentito de la mañana, el ardor de mediodía, las gotas de sudor que siguen su curso, el embate —qué rico— de una racha de viento, la ralentada nocturna o la lluvia que ya empieza a asomar. Poder rascarme la nariz, sonarme los mocos, acariciarme la mejilla, incluso quitarme una legaña o la pestaña que se me ha metido en el ojo, cada uno de esos gestos que antes hacía sin pensar los asocio ahora con la libertad, con un minúsculo y a la vez intenso placer del que solo puedo disfrutar en esos pocos lugares que no están regulados por la ley o por la prudencia debida.
Abro la ventana. Cierro los ojos. Respiro. Junto al ruido de los coches y el rumor en la acera –esto es, el recuerdo de que la vida sigue, con el virus este que nos ha tocado aún tan presente y todas sus consecuencias en la salud física, económica, mental, emocional…— mmmm, se cuela una brisa suave.
La mascarilla se airea hasta mañana.
También, qué regalo, mi cara.
(Para regalos, este tema y esta magnífica versión. Una elección, como siempre, de Manolo Benítez).
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